martes, 27 de abril de 2010

Arribando al lado oscuro de la luna



El jarrón da forma al vacío y la música al silencio.
George Braque 
Se despertó en el asiento trasero de un Malibú  desconocido. Los órganos le dolían a distintos ritmos. Recordaba  una corneta incesante de gandola, unas luces altas, un estallido. No sabía quiénes  eran los conductores y por qué lo llevaban.  Como pudo le hizo señales a la chica que estaba en el copiloto para que le colocara los audífonos.
Noventa y dos minutos antes de morir comprendió que su vida era de tonos, timbres y cadencias disímiles, y que eso estaba bien. Que la historia lo absolvería por tener a Edith Piaf y Guillermo Dávila en el mismo cadáver exquisito de su iPod.
Para eludir los síntomas del  agudo hematoma hepático que aún no sabía que tenía,  lo primero que hizo Julián  fue apretar el modo aleatorio y evocar los acordes de El día que me quieras,  pieza con la que dicen sus padres haberlo concebido en una noche valenciana de 1983. Nunca supo él si era una luciérnaga curiosa o furiosa.
Mientras  Roberto Carlos inundaba sus cavidades timpánicas,  Estela exclamaba en la oreja del conductor: “José, vamos a llevarlo a El Algodonal que está aquí cerca. Coño, vale, ¿para qué nos metimos en este paquete? Este tipo no para de sangrar... ¡Ahora van a pensar que nosotros tuvimos algo que ver!”
Julián miraba fijamente a los dados que colgaban del espejo retrovisor. A pesar del aire acondicionado, había una atmósfera pastosa que cubría los vidrios del vehículo .
Con un movimiento circular de su mano  llegó a la  lista de reproducción “Se Me Cae La Cédula”. Concluyó  que las bandas sonoras de Disney, aun con buena intención, le aumentaron la brecha entre la realidad y la fantasía, le desajustaron las expectativas de felicidad, muerte  y amor para siempre.
Se lamentó por todos los casetes que, por un mal cálculo del novato que grababa, dejaron una canción a medias.  Las cintas que se juntaban en nudos irresolubles, la eterna levedad del ser de las que se partían en el clímax de Juan Corazón cantando.
Recordó los discos de acetato que  se repetían esquizofrénicamente (años antes de ser abandonados por sus dueños  bajo el Puente de Fuerzas Armadas): Mami, cóseme los pantalones, lones, lones, ones…
Pensó que era valiente,  que  tenía sentido del humor. Que era bueno cuando uno se caía bien a si mismo. Que quería contarle el chiste de Natusha a su papá.
No podía respirar muy bien.
Le provocó ver a la vecina del 42-C, eterna destinataria de su canción homóloga de Los Amigos Invisibles. Desde los 19 años no la volvió a invitar a salir.  Recordó además un lugar común del reggaetón: “la vecinita tiene antojo”.
José y Estela llegaron al hospital. No había cama en terapia intensiva. Dejaron a Julián  en una ambulancia que lo iba a llevar a otro sitio. No se despidieron, pero sintieron  que ya habían hecho su buena acción del día.
Julián sintió que se estaba yendo de sí. Se aferró a su iPod,  a pesar de que el camillero intentó retirárselo para que no gastara fuerza en vano.  Pasó a  “Impelables”: Hizo memoria de  aquellos días en los que se las daba de  vintage e intenso, de su cotidianidad universitaria  que se parecía a Velvet Underground  y a The Doors. De cualquier forma, moriría a la misma edad que Jim Morrison, Janis Joplin, Kurt Cobain, Brian Jones, Jimi Hendrix ¿Sería parte del Club 27? ¿Lo recordarían joven y hermoso?  ¿O simplemente como un  imprudente y descuidado al volante?
La ambulancia lo llevó a otro hospital. Julián pasó 20 minutos sin conciencia.
Entró su hermana, y le  hizo cariño en la frente, le dijo que iba a estar bien. Él trató de sonreír. Cuando ella se volteó a decirle algo a la enfermera, él recordó sin explícita causalidad al viejito del estacionamiento de la oficina, que siempre escuchaba a Jesús Sevillano. Nunca pensó que se iba a morir primero que el señor Gregorio.
Si no hubiese estado escuchando la 7 de King Changó,  no hubiera pensado en Susana con Sebastián. Si no se  hubiera despechado por la Sux, no habría tomado tanto. Si no hubiese tomado tanto, hubiera volteado a ver el camión de refrescos que venía por el canal lento antes de incorporarse en la autopista.
Ahora en el mismo hospital donde se apagaban sus sentidos, empezaría en pocos minutos a latir otro corazón, como el principio del disco de Pink Floyd.  Vaya, Syd, qué gran artista.  No hay un  lado oscuro de la luna, si no hay otro claro.
Odiaba un poco a Susana, pero no quería verla llorando en el cementerio del Este. No quería ver a su familia  haciendo cola para reservar una Capilla. Detestaría ver a esa gente que siempre hablaba mal de él y que ahora llegaban a  soltar una lagrimilla  falsa y  a tomarse una limonada pagada con el dinero de sus padres.
Las letras se empegostaban unas con otras.  Divagar lo distraía  del dolor.
¿Qué harían con su facebook y con su twitter cuando muriera ? ¿Los cierran después de cierto tiempo sin uso?  ¿Se quedan pululando como fantasmitas del mundo 2.0?
“Voy a estar bien, amor. Nos vamos a seguir burlando de las tipas que se les ve la parte superior de la tanga cuando van en mototaxi. De la gente que está velándote el puesto en el estacionamiento. De  todos los que exhiben su placer culpable por el reggaetón a todo volumen en el metro...  No nos llames, nosotros te llamaremos”.
Su alma viajó en forma de infinitos megabytes. Cuarenta minutos después se le acabó la batería.
La enfermera vio el iPod. Se persignó y lo tomó. Probablemente en el caos de la muerte nadie lo recordaría.
Se lo obsequió por buenas notas a su hijo, que lo estaba pidiendo desde la Navidad pasada.
Tal como Julián  había predicho,  hubo que hacer cola para velarlo.  En medio de un exceso de coronas fúnebres,  charlaban amigos insospechados,  lloraban familiares inconsolables,  lo “visitaban” personas que solo volverían a pensar en él cuando lo viera en el anuario del colegio.
Fue a los veintisiete años, tres meses y doce días, cuando Julián pasó a engrosar las estadísticas de accidentes mortales bajo la influencia de bebidas alcohólicas. El “si tomas, no manejes” no fue suficientemente persuasivo.  
Mientras tanto, sus canciones favoritas se reinventaban en otros oídos.

jueves, 8 de abril de 2010

Carta a mi futuro yo


Venezuela, 2065. Si sigo viva, seré una doñita de 80 años, que escucha reaguettón nostálgica, tal como mi abuela escuchaba boleros.
Con vista al Ávila de esa Caracas casi de quinientos años, me gustaría respirar tranquila y asegurar que hay tres cosas que fundamentalmente NUNCA fui (en orden de menor a mayor abyección):
1. Espero no haber estado del lado de los que criticaron y no hicieron nada.
Quisiera haber visto un Cabrujas que, después de quemar la casa –con razón-, hubiese ayudado a reconstruirla.
2. Mucho menos haber estado del lado de los corruptos. De los que culpan al sistema que los absorbió. O de los que justifican la “mano astuta” porque trabajan bastante en una alcaldía, un ministerio o una gobernación.
Porque nadie más le echa pichón al asunto, y ellos –discrecionalmente- se merecen esa tajadita del merengón petrolero. Total, una nimiedad. Con la excusa de que igual todo el mundo lo hace. Con la excusa de que igual siempre lo han hecho. Con la convicción obscena de que cualquiera que estuviera en su lugar, lo haría.
Lo que no toman en cuenta es que esa “nimiedad” se traduce en un chamo que no desayuna en la escuela, un insumo menos en el hospital, una carretera peligrosa con huecos, un anciano que se queda sin pensión.
3. Jamás podría haber estado cegada por una linda utopía que se convirtió en monstruo.
Quisiera haber visto un Che Guevara soñador, emprendedor, pero que no fuera un médico que MATA por la revolución.
Quisiera haber visto un Fidel Castro sin la obsesión FATAL de creer que tiene derecho de imponer su concepción de felicidad sobre los demás.
Quiero ser alguien que entienda que el célebre  “...y vivimos felices para siempre” no existe.
Pero que asuma que eso no es motivo para dar rienda suelta a la desesperanza aprendida.
Porque amparándonos en el pesimismo conseguimos únicamente aburrirnos de la vida más rápido.
Y obsesionándonos con la utopía luchamos sólo en función de peligrosos espejismos.
Que, finalmente, soñar es bueno, y sentir la tierra en los pies también.

Ahora, vuelvo al 2010. Al cabello marrón y la piel firme, a las ilusiones, al twitter y a los mensajes de texto…

Esto es lo que quiero hoy:
Quiero formar parte de un gran proyecto. Quiero que mi vida sea un gran proyecto.
Quiero que mi trascendencia sea a través de las instituciones que ayudé a crear o mantener.
Y quiero vacunarme con instituciones para no regocijarme nunca en los delirios del personalismo .
Quiero ser demócrata aun cuando la democracia, de manera circunstancial, no me “convenga” personalmente.
Quiero comprometerme de manera sistemática en la lucha contra la pobreza.
Quiero asumirme como una persona en eterno aprendizaje. Que, como diría Francis Bacon, tenga a la duda como la escuela de la verdad.
Quiero que lo hagamos bien mientras nos toque llevar la antorcha de la historia. Los éxitos de nuestros nietos comienzan con lo que hagamos nosotros.
Porque, al fin y al cabo, estoy 100% convencida de que mi vida tiene sentido con tal de que la vida de alguien sea más feliz por haber estado yo presente.
Pero si es la vida de muuuuuuchas personas, mejor.
Y por eso, a pesar del desafío de luces y sombras que implica, 
quiero dedicarme a la política.